A finales del otoño, en una aldea de Karelia, a orillas del Mar Blanco, todavía quedan algunas horas de sol. La población, situada a mil kilómetros del San Petersburgo, está unida al resto del país por un enlodado camino y una extensión del ferrocarril. Ésta es la Rusia de los bosques interminables y los campos de patatas. Algunos personajes, robustos e inflexibles, trabajan allí con toda calma, como si no tuvieran necesidades vitales. Esto sigue siendo una feliz y fría Rusia.